El agua es un bien escaso. Partimos hoy de esta afirmación como punto de encuentro entre las diferentes formas de ver la cuestión del agua y la ciudad. Parece evidente que sin agua no puede haber ciudad, aunque sí cabría debate en nuestro siglo respecto a tal afirmación, siquiera desde el punto de vista del origen de este recurso natural esencial para la vida humana y urbana.
La evolución de las tecnologías alimenta y demuestra la concepción de que el reciclaje puede hacer subsistir a las ciudades sin agua durante muy largos períodos de tiempo, hablamos de decenios, siempre que exista energía. No es tanto el agua, como la energía, la que habrá de situarse, pues, como limitante para la concepción y el diseño, así como para la existencia y supervivencia de la urbe. Podría corregirse, entonces, nuestro punto de encuentro nada más comenzar su desarrollo, estableciendo como hipótesis de partida que sin energía y sin la capacidad tecnológica necesaria que garantice una adecuada gestión del bien natural escaso que es el agua, no puede haber ciudad. Tenemos en España el ejemplo de nuestras islas, donde los avances tecnológicos en la producción de agua desalinizada están reduciendo enormemente los costes de su fabricación.
Con todo, desde la aparición de los primeros asentamientos humanos permanentes en el Neolítico, el agua ha sido una de las claves esenciales para la expansión y auge de las ciudades, llegando a convertirse, como consecuencia de la propia evolución de la ciudad y de la naturaleza humana, en un bien económico, objeto de comercio y hasta de prestigio social. Una vez determinado el emplazamiento de la urbe en función de su proximidad al agua, surge el problema de su distribución de forma que llegue a todos los ciudadanos. Lejos de caracteres esenciales que definen el abastecimiento de agua en nuestros días, cuales son la ubicuidad, la instantaneidad o la inmediatez, hasta tiempos bien recientes en la muy corta historia de la humanidad, no existía una disposición inmediata de los pobladores de la ciudad sobre el tesoro del agua, por no mencionar la situación que viven las sociedades más desfavorecidas en otros continentes, y no tan lejos, en que el acceso al agua sigue constituyendo un problema sistémico de precarias estructuras urbanas.
Así, la historia y el arte nos devuelven ejemplos, como los de la ciudad de Madrid, en que las fuentes se constituían en primera sede de sociabilidad, encuentro, sororidad y feminismo, disponiendo taxativamente las autoridades municipales madrileñas que a las fuentes podían acudir las mujeres solas o en grupo, pero nunca acompañadas por un varón, prohibiendo expresamente que hombres y mozos acudieran a la fuente después de anochecido. Aquí, pues, uno de los primeros edificios urbanos con una función que cabe calificar, sin error y al menos desde el punto de vista etimológico, de feminista, constituyéndose el agua en aliada de la mujer, como una entre las muchas y esenciales funciones urbanas que la disposición de este preciado bien ha ido modelando en las ciudades. Cierto es también y aunque quizás no sea del todo pacífica la afirmación, que el agua, como elemento primordial que siempre ha sido para la existencia de la ciudad, no fue considerada, sin embargo y después de aquella transición de la Edad Media al Renacimiento y durante aquella época histórica, como un elemento relevante por los urbanistas de siglos posteriores, particular y sorprendentemente durante el siglo XX, en cuanto a la ordenación de los espacios públicos.
Con tal afirmación, por contextualizarla antes de que la descarte el avezado lector, quiero referir que el agua ha sido tratada en la ciudad de manera subterránea y oculta, realizando taxonomías que dividen su utilidad en cuanto a su distribución, aprovechamiento y, más recientemente, la evacuación de residuales. En este escenario las lluvias, también agua, eran observadas por aquellos como elemento ocasional e incómodo, centrándose la ordenación urbana en su evacuación y, fundamentalmente, en la evitación de mayores molestias al ciudadano, pero no en su aprovechamiento en la ordenación de los espacios, utilizando su evaporación, acumulación o la gestión de su distribución como factor de abastecimiento y aprovechamiento sostenible.
En este sentido, la mayoría de la producción científica coincide en que el mundo se encuentra hoy ante una crisis sin precedentes, como consecuencia no tanto de la escasez física del agua, sino de una deficiente gestión de los recursos hídricos, que impide la generalización de una adecuada administración de su oferta y demanda, sobre todo en las ciudades, en las que los servicios urbanos de abastecimiento, drenaje y saneamiento presentan niveles de cobertura muy irregulares, lo que incide de manera drástica y directa en el incremento de las desigualdades territoriales, económicas y sociales en el ámbito global. La escasez de agua no solo hemos de relacionarla, pues, con el desequilibrio existente entre las necesidades hídricas que conlleva el crecimiento económico y demográfico de las ciudades, desequilibrio que puede crecer exponencialmente al hablar de grandes urbes, sino de una deficiente gestión del recurso que afecte a todos los momentos del ciclo y en todos los espacios. El diseño de las infraestructuras urbanas debe considerar siempre esa eficacia en la gestión y, en consecuencia, ha de integrarse como parte constituyente de la ordenación urbanística en todas sus fases, lo cual incidirá en una gestión urbana verdaderamente eficaz. Y es que aquello que puede parecer obvio, como lo es el aprovechamiento del ciclo del agua en su integridad, resulta que no lo es tanto a la hora de contemplarlo en los instrumentos de ordenación y gestión urbanísticos.
En consecuencia, debe reformularse la relación entre agua y ciudad, de forma que se contemple la gestión del ciclo hídrico de manera integral y en combinación con el resto de los recursos que la ordenación de los espacios urbanos contempla y, así, con el suelo, con el territorio y con la caracterización biogeográfica específica de la ciudad que se ordena. Debe extenderse la regulación y reglamentación del agua, de su suministro, distribución y evacuación a todos los aspectos a los que el agua afecta en la ciudad y en sus espacios, integrando la gestión del agua de lluvia, la red hidrográfica sobre la que se construye la ciudad, el drenaje, el paisaje urbano, los procesos de recirculación, el tratamiento y puesta en valor continua y estable de aguas regeneradas.
En definitiva, el planeamiento urbanístico debe incorporar la gestión del completo ciclo del agua, reconociéndolo como factor constitutivo del proyecto urbano en su integridad, como herramienta para que la gestión urbana sea capaz de activar todos los elementos que permitan el aprovechamiento de ese ciclo, optimizando el uso del agua y garantizando la continuidad del propio proyecto, de la ciudad. Y es que el agua, considerado como recurso renovable históricamente, siempre llevó a su caracterización como ilimitado en función, precisamente, de su categorización como renovable. Esa concepción comienza su transformación en este siglo hacia la gestión como factor determinante de la producción de agua, tanto en cuanto a cantidad como a calidad del recurso, y así ha de incorporarse en todos los procesos relacionados con la ciudad.
España sigue inmersa, desde mediados del siglo XX, en un proceso de crecimiento urbano continuado que, siguiendo una corriente que cabe calificar de universal en tal sentido, se ha definido hasta hace muy poco por la dispersión territorial, con actividades económicas secundarias y terciarias expandiéndose en las áreas periurbanas y zonas de influencia de grandes y medianas ciudades, conformando un modelo de generación de ciudad que impone nuevos usos de los recursos hídricos cuya adecuada gestión, que trasciende en muchos casos los límites urbanos, se constituye en piedra angular de la sostenibilidad en el inmediato futuro. Es aquí donde tiene cabida el estudio y reflexión profunda sobre la huella hídrica como factor relevante en la conjugación de un desarrollo territorial y económico flexible y sostenible, que integre e implique a ciudades, courbaciones urbanas y áreas periurbanas. De ahí la importancia del fortalecimiento en España de una cohesión territorial real y efectiva, lo cual, lamentablemente y por razones en las que hoy no entraré, pero a las que me refiero con frecuencia, dista mucho de la realidad en nuestros días. Solo apunto, otra vez, a las imprescindibles cooperación y colaboración interadministrativa e interinstitucional y a la necesaria implantación de mecanismos de coordinación eficaces entre administraciones territoriales diversas.
La huella hídrica referida, en la escala urbana, corresponde con el volumen total de agua dulce consumida y contaminada, necesaria para la producción de los bienes y servicios usados por los consumidores. En los últimos diez años ese consumo se ha incrementado a ritmos anuales cercanos o que superan las dos cifras en porcentaje total, con el resultado de un creciente incremento del volumen total de agua distribuida. Ahora bien, ese volumen total de agua consumida por hogares y empresas no supera el 15 % de la consumida por el sector agrario en regadío, constituyendo corolario de este dato la circunstancia de que el mayor volumen de agua no se consume en la ciudad. Ello no supone, claro es, en esta disertación, una imputación de responsabilidad culpable alguna a las actividades agrarias o industriales. Es la constatación de un hecho, las ciudades son los espacios geográficos que menos recursos hídricos consumen per cápita, que ha de servir en la adopción de medidas que incidan en la adecuada gestión de los recursos hídricos.
Considere el lector que el consumo de agua mejor cuantificado se produce en las ciudades, es donde mejor y con mayor precisión se mide el consumo, y en estas se valora la suma de las pérdidas de recursos en el proceso de distribución y de agua distribuida no registrada -por ejemplo, por fraude en el consumo, por errores de medida o por fugas en la red- en porcentajes superiores al 20%, lo cual es a todas luces excesivo. Situándose Madrid y Barcelona como ciudades más eficientes en consumos y mediciones y colocándose, así, entre las que mejor gestionan los recursos hídricos en el ámbito nacional. Nótese que modifico la forma en que tradicionalmente se habla del agua, no refiriendo la gestión de “sus” recursos hídricos, sino de “los” recursos hídricos. Desterritorializar la gestión integral del agua es, por supuesto, un paso esencial hacia una cohesión territorial real y eficaz, constituyendo la adecuada utilización del lenguaje, como casi siempre ocurre, cimiento primero para la consecución de objetivos. Y es que en España el agua es un bien público de titularidad estatal, lo cual por sí mismo habría de garantizar su utilización con criterios de cohesión y solidaridad, frente a las actuales tendencias a la territorialización de las estrategias y decisiones sobre aquella. Máxime cuando las tendencias globales apuntan incluso a la consideración del agua como bien público supraestatal o supranacional, constituyendo la cooperación y coordinación antes referidas factores determinantes de la adecuada gestión de los recursos hídricos.
No se dude que el agua, insisto, es pieza clave en la generación de la imprescindible cohesión entre territorios, sin entrar hoy en cuál de las concretas formas de titularidad en la gestión del agua, pública o privada, resulta más eficiente, pues existen claros ejemplos de eficiencia, como de lo contrario, a uno y otro lado. Baste señalar que tal gestión debiera ser uno de los objetivos de la implantación, afortunadamente en crecimiento, de sistemas y procesos de colaboración público-privada.
Concluyo refiriendo brevemente a las amenazas fundamentales que afectan de manera directa a la gestión del agua en la ciudad y que administraciones y gestores hemos de considerar siendo siempre proactivos en la implementación de soluciones: Ha de atenderse, con prospecciones periódicas, al crecimiento demográfico urbano para evitar desbordar la capacidad de suministro de las infraestructuras existentes. Ha de preverse el envejecimiento de las redes de alcantarillado de la ciudad, muchas centenarias y, por ello, obsoletas e ineficaces para enfrentarse a aquellos incrementos de población. Han de contemplarse sistemas de drenaje de aguas pluviales que no colapsen ante los picos o episodios de lluvia extrema, cada vez más frecuentes. En este sentido, algunos expertos hablan de la llamada quinta infraestructura, para referirse a sistemas de conducción de aguas pluviales que se conciben de manera integral en el ámbito de la ordenación urbanística y del diseño del paisaje urbano. Por último en este breve repaso, ha de incidirse en la prevención y corrección respecto a la contaminación y degradación de las fuentes hídricas, superficiales y subterráneas, que deterioran los ecosistemas y la biodiversidad, amenazando, también y por ello, a la salud de los ciudadanos. Ya nos avisó el poeta británico Wystan H. Auden: miles de personas han sobrevivido sin amor, ninguna sin agua.
Fuente: Idealista